Bradley Cooper se mete en la piel, la nariz, la música y la bisexualidad de Leonard Bernstein | Cine

Bradley Cooper se mete en la piel, la nariz, la música y la bisexualidad de Leonard Bernstein | Cine

Bradley Cooper, en la piel de Leonard Bernstein, en un fotograma de ‘Maestro’.

Para las melodías, tenía un talento innato. Componerlas, dirigirlas, tocarlas al piano, enseñarlas, escribirlas. Cambiaba el verbo, no el resultado extraordinario. “Me interesa todo lo que es música”, dice él mismo en el filme. A Leonard Bernstein tan solo se le resistió una sinfonía. La más compleja y universal, eso sí: la vida. A ratos, parecía afinada por los ángeles. Otros, sin embargo, chirriaba hasta a los oídos de su mujer y sus hijos. Nos sucede a todos, cada día. E incluso al Maestro, como ha mostrado hoy en el concurso del festival de Venecia la película dirigida por Bradley Cooper. Se verá en algunas salas en noviembre y, a partir del 20 de diciembre, en Netflix.

El creador filma e interpreta a una de las figuras más admiradas de Hollywood. Pero no pone el foco en las bandas sonoras de West Side Story o La ley del silencio, sino en su matrimonio con la actriz Felicia Montealegre, sus romances paralelos y su existencia más íntima. Turbulenta, excesiva, dolorosa. Pero humana. Los aplausos al final de la proyección se prolongaron cuando apareció en la pantalla un concierto del propio Bernstein. Y alguno más se oyó ante los nombres de los productores: Martin Scorsese y Steven Spielberg, quien quiso dirigir el proyecto en un principio. Cuatro indicios, pues, hacen más que una prueba de que se trataba de un filme importante, esperado. Aunque por ello, y por lo exigente que era su protagonista real, cabía pedirle más. Cooper ha orquestado bien su largo, por supuesto. Pero su filme sigue fiel a una partitura conocida en Hollywood, que suena a ya visto. Salvo cuando el director se atreve, en contados momentos, a buscar su voz fuera del coro.

Ser único, para Bernstein, resultó casi automático. Con 25 años, un golpe de suerte le colocó al frente del concierto que cambiaría su vida. Pero la fortuna solo le dio una oportunidad: lo que vino después, y hoy es historia de la música, se debe a genio y talento. Y un entusiasmo contagioso. “Amo a la gente”, no se cansa de repetir en la pantalla. Aunque Cooper se aventura detrás de esa mueca de alegría. Resulta que el hombre que siempre ríe también puede estar deprimido. Prefiere ver celos por todos los lados, con tal de no mirar su propia arrogancia. Y vuelca su pasión infinita en otros hombres, incluso a costa de hacer infeliz a su familia.

Así que Maestro entra de lleno en el lado más delicado del compositor. Él mismo, en vida, prefirió mantenerlo en la sombra, desmentirlo. “No sabemos por qué lo negó todo. Tal vez nuestra madre le empujó. En mi libro hablé de lo que pasamos como familia en relación con la sexualidad de mi padre. Te desafía y te confunde, pero el amor y la conexión que siempre hemos mantenido nos han permitido navegar a través de los momentos difíciles”, aseveró Jamie Bernstein, una de las tres hijas, en la rueda de prensa. Y entonó una oda de agradecimiento al cineasta, también en nombre de sus dos hermanos: “Nos abrumó el empeño que metió en contar una historia realmente auténtica sobre nuestros padres. Formamos parte de cómo este trabajo salía la luz. Nunca soñamos que nos incluiría de esta manera. Fue muy conmovedor”. Aunque también hubo límites: Cooper no les dejó observar el rodaje.

Por segunda vez, en el plató, el actor se ha puesto también tras la cámara. Y, de hecho, parte de los mismos pilares que sostuvieron Ha nacido una estrella: un hechizo que el tiempo y el ego van poniendo a prueba; el poder salvífico del arte, la música. Y, a la vez, el espejismo de que pueda rescatarlo todo. O incluso llenar una vida. “Bradley cambió el concepto y decidió dedicarse más a la historia de amor, al retrato de un matrimonio. Siempre es un buen momento para contar algo así”, dijo Jamie Bernstein.

El director no pudo explicarlo en persona. Sí visitó el Lido, hace unos días, para presenciar las pruebas técnicas de la película. Su perfeccionismo como cineasta es asunto solo suyo. Pero una batalla colectiva rodea su otra faceta: la intérprete en el filme. Y la huelga de actores y guionistas contra los grandes estudios y plataformas de Hollywood se ha expresado claramente: prohibida también la promoción. Así que tampoco Cooper pudo hablar de las cinco horas de retoques para convertirse en el Bernstein más anciano. Y con la nariz postiza que tantas polémicas ha generado, por reiterar presuntamente los estereotipos sobre los judíos. Hasta el punto de que el artista de maquillaje, Kazu Hiro, declaró: “No me esperaba que sucediera. Siento si he herido los sentimientos de alguien. Quería retratar a Lenny de la forma más real posible. (…) Era nuestra única intención”. La familia y varias asociaciones judías de EE UU, desde el principio, defendieron a la producción.

Lo cierto es que Cooper luce irreconocible. Y su actuación, junto con la de Carey Mulligan en el rol de Montealegre, se cuenta entre las notas más acertadas del largo. Igual que el precioso uso de las elipsis y los cambios de escena, o la contención en algunas secuencias emocionales que Hollywood bien sabe cargar de azúcar o inundar de lágrimas. Pero, en general, casi todo discurre como en muchos biopics del estilo. Romanticismo y alguna pelea; el idilio que se corroe, pero resiste; la gloria y el éxito, sirenas tan bellas como famélicas. La fórmula, en definitiva, de cierta gran producción comercial de EE UU: simple, pero eficaz. Que nadie pida disonancias. Se trata de que el concierto guste a todos.

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