Un hombre y su objetivo inquebrantable en la película de Fernando Arditi
Un hombrecito entrena usando el peso de su cuerpo: se levanta y se sostiene en el aire trabando los abdominales, baja y vuelve a empezar. La película le contrapone imágenes de una acería, como si el cuerpo fuera un material blando que hay que forjar sometiéndolo a las temperaturas del ejercicio de alto rendimiento hasta imprimirle la forma buscada y volverlo duro, macizo, metálico. Así empieza El hombre más fuerte del mundo, con un montaje paralelo que hace pensar en las secuencias de las películas deportivas de los 80. El film de Fernando Arditi, que se estrenó en salas esta semana después de pasar por la Competencia Argentina del Bafici, sigue a Darío Villarroel, un fisicoculturista que lucha para competir en los juegos paralímpicos.
La historia de Darío tiene muchos finales aparentes, muchos cliffhangers (finales en suspenso) que hacen pensar que todo termina acá, que ya está, pero que igual hay que seguir escuchando (viendo), que tal vez el héroe, realizando alguna proeza impensada, o por obra de algún deus ex machina, llegue a sobreponerse a la adversidad y emprenda nuevamente su búsqueda personal.
Así construye el film su relato, con una narración coral alimentada por las voces en off de Darío, su madre y su entrenador. Desde chico, por su condición, Darío se mide con un aluvión de problemas, pero el guion despeja rápidamente esos obstáculos, como si las dificultades propias de la infancia de alguien distinto no fueran un material narrativo digno sino un golpe bajo o una nota miserabilista que conviene dejar a las películas dedicadas a esas bajezas.
A Arditi le interesa otra cosa: el cuento de un hombre que se da a sí mismo un objetivo inquebrantable y que para conseguirlo abandona todo lo demás, la escuela, un proyecto laboral y hasta la casa familiar. El entrenamiento consume febrilmente la imaginación del joven Darío, que sale a entrenar a escondidas con un amigo eludiendo las prohibiciones de la madre hasta que un día, viendo la obcecación del hijo, esta le propone que vaya a un gimnasio para que entrene como la gente, con los que saben.
La adultez encuentra al protagonista dedicado completamente al sueño del fisicoculturismo. Solo o acompañado, Villarroel entrena como un poseído, mejora día a día y se vuelve una pequeña caja de músculos y venas capaz de precalentar pecho levantando cien kilos. Es ahí donde Arditi da con la estructura narrativa del film. Es 2007, Darío ya tiene un coach que lo prepara para eventos deportivos preclasificatorios de Beijing: está cerca de poder levantar cuatro veces su propio peso, lo que lo deja cerca del récord mundial.
Pero todo se echa a perder: el protagonista y su entrenador reciben una negativa tras otra. Todas aduciendo que la discapacidad de Darío le impide participar de la competencia. En una ocasión se le indican problemas en el “agarre” de la barra, a lo que el entrenador responde enviando estudios científicos, pero no puede revertir la decisión oficial. La de Darío es una tragedia escandalosa: pudiendo levantar más de 200 kilos pesando menos de 50, es rechazado en todos los eventos paralímpicos por, ironía cruel, problemas relacionados con su discapacidad.
Parece inevitable ver en El hombre más fuerte del mundo una lección sobre la voluntad de superación, la persecución incansable de un proyectos personal o la pelea diaria, palmo a palmo, con una discapacidad. Sin embargo, la película nunca extrae de la biografía de Darío una pedagogía edificante. El film sigue una vida extraordinaria del protagonista zambulléndose en la realidad corporal que lo rodea.
El cuerpo se vuelve un monotema que la película explora con una curiosidad alucinada en las exhibiciones de fisicoculturismo. Darío es la llave que abre las puertas del extraño ecosistema de una disciplina en la que hombres y mujeres poblados de músculos calientan en el backstage, se maquillan el cuerpo con pinceles o aerosoles y salen a mostrar poses y coreografías en público. Arriba del escenario Villarroel es eléctrico, fulminante: se gana el cariño de los espectadores en segundos con su musculatura exuberante y con el magnetismo irresistible de su sonrisa.